tengo un pasado terrible

  
   Tengo que dar el primer paso, reconocer que todo esto empezó por mi culpa. Por dejarme llevar, por no saber manejarme; por no poder poner un freno. Por no saber decir "no". ¿Quién podría haberme dicho, en su momento, que todo cambiaría tan repentinamente? Nadie. Siempre creí que tenía el poder necesario para decidir por mí misma. Detesto que las personas intenten "cuidarme", porque todo cuidado esconde control. Quise jugar a manejar todo, quise sentirme superior. Quise pretender que podía dominar el mundo, pero dándole a cada asunto su lugar. No. No pude. La ola me inundó, mi cerebro se fugó. Y en situaciones así, ¿quién reacciona con un mínimo de cordura? En realidad no importa. El error estuvo en creer que podía salir inmune. El error estuvo en creer que podía salir impune. Siempre tengo la sensación de que no me pueden tocar, de que no me pueden dañar. Manejaba marionetas invisibles, pero sin razonar que también fui una marioneta manejada por otro. Estaba inmersa en un círculo vicioso, del cual no podía salir.

   No importaba qué hiciera, el pasado me perseguía. Era poco probable volver a opinar de cualquier asunto; mi persona estaba marcada. Había sido capaz de mirarle los ojos a la traición, de acariciar la cara de la mentira. Había sido capaz, con absoluto descaro, de tomar un camino paralelo, fingiendo que mis neuronas no explotaban a cada segundo. Era perfectamente consciente de lo que hacía, no existe consuelo, no existe excusa. No era la mano que solía acompañarme, era otra. No era la misma voz, ni la misma risa. Tuve que aprender otro lenguaje, otros chistes, otros temas de conversación. Y lo hice.

   Los días seguían su curso, obviamente; pero estaba estancada. Daba igual si era lunes o jueves, si eran las cuatro de la mañana o las seis de la tarde. Tenía la mirada nublada, la boca cansada, las manos tristes. Fumaba más que de costumbre, sólo para ocupar el tiempo; quería sentir que existían más formas de arruinarme la vida. Mi moral no tenía perdón, no tenía razón; merecía ser tirada en la primera esquina que apareciera, como un simple papel.

   Asumo la culpa porque lo podría haber evitado, no porque me arrepienta. He ahí el gran dilema. Pensé que cruzar esa línea significaba el fin de mi conciencia. Horas de martirio, días de culpa golpeándome con fuerza. No. Nada. El mundo seguía exactamente igual. Amanecía, había sol; anochecía, no había sol. No había cambiado absolutamente nada. Por eso entendí que tenía que tomar un poco de distancia. El problema era que no podía. Me desespera ver la expresión de alguien rechazado. Empecé aclarando que no sé decir "no". O no sabía. Aprendí, como se aprende todo en la vida; fingiendo fortaleza, demostrando altura aunque muriera por dentro.

    Mi cerebro explotó. El mundo decidió girar en sentido contrario a todo lo que me proponía; caminar se convirtió en estancarme. No importaba cuánto avanzara, siempre iba a estar igual, en el mismo punto, en el mismo lugar. Siempre se pretende liberarse de todo pensamiento, actuar acorde a un instinto salvaje; fomentar la locura instantánea. Pero uno no puede dejar salir su monstruo interno cuando tiene un pasado que lo condena. Uno no puede darse el lujo de generar asociaciones en las mentes que no tienen otro tema del que hablar.

   Y tuve que decir que no. Tuve que ponerle mis ojos neutros a esa mirada que me esperaba lastimosa. Por supuesto, estaba herida. Todo estaba roto. No existía probabilidad de volver al pasado, a lo que a mí me gustaba llamar "normalidad". Después entendí que la normalidad no existe. Lo vi partir, sabiendo que no volvería a verlo, pero convencida de que sería lo mejor. No podía concebir lastimarlo de nuevo.

    Pero algún día tenía que salir el sol. No lo esperaba, había dejado de buscarlo; pero lentamente salí de aquella cueva, de ese caparazón en el que me oculté por vergüenza. Fue un martes. Hacía tiempo que no recordaba una fecha, el tiempo se había vuelto algo confuso. Prendí la luz, corrí la cortina. Había fotos, cartas, papeles, envoltorios. Lentamente los fui sacando, de a uno. Los miraba con cariño, con nostalgia; qué rápido parecía haber pasado todo. Preferí tirarlos. No me gustaba la idea de guardarlos porque me iba a olvidar dónde estaban; quién sabe en qué momento los volvería a encontrar, qué emociones me provocarían.

Cuando rompí la última foto lo entendí: había salido del duelo.