eternidad azul




Cuando llegué, me sorprendió. Se me vino encima la magnitud del mar. Era inmenso. Desde donde estaba se veían los cuerpos chiquititos, jugando con las olas. Pensar no me dejó otra opción que sentarme. Y al sentarme en el suelo lo entendí. El mar no cesa, jamás. Pasan días, noches, años. El mar es el mismo. Más turbio quizás, con más algas a veces. Ese movimiento, ese ruido. Era la eternidad en azul. Descubrí que podía quedarme allí la vida entera, pero que el mar no sentiría mi presencia. ¿Qué era para el mar? Una más de todas las vidas que había visto pasar. El mar era plenitud, era pureza. Debía resolver con urgencia cualquier cabo suelto que amenazara mi vida, que me hiciera perder cercanía con el mar. Todos los conflictos, todo quedaba atrás. Sentí que había perdonado, incluso me habían disculpado. Que estaba limpia, que era como él. Los surcos fríos de mi cara no eran novedad, se acumulaban estrepitosamente, se atropellaban por dejarme atrás. Como si fueran el símbolo de otros tiempos; tiempos frívolos, detestables. Cuando vivía a través de otros, sin verme a mí. Cuando me movía como el viento, manejada por la conveniencia. Cuando hablaba o callaba, no por principios, si no por seguir el juego. El juego. Estaba en un juego, pero con las reglas de otro. Sólo era un peón, pero por ahora. Mañana se aburrirían de mí, me dejarían atrás. ¿Y después? No podía permitir que la idea se formara en mi mente. Había estado atrapada mucho tiempo, no estaba lista para la soledad. Me paré, sacudí los pastos en mi ropa y suspiré. Solo llevaría un segundo, los dos seríamos uno. Estaríamos juntos, para siempre. Salté. Era la eternidad en azul.