trescientos sesenta y cinco


   El último febrero estuvo teñido de gris. Fui subiendo los escalones por inercia, sin tener control de mis piernas; pero cuando llegué a la puerta no supe qué hacer. Sabía qué era lo que iba a ver, pero no quería verlo. Veinte años de vida no te preparan para enfrentarte a eso. Aquella mujer tan vital que alegró mi infancia con sus luces, sus colores, su risa. Sobre todo su risa. Tenía una forma particular de llamarme, cuando me decía tesoro el cielo se iluminaba. Aquella mujer que deshacía cualquier mal con un simple ademán estaba ahí, pero no estaba. Respiraba a la perfección, porque estaba acompañada por una máquina que le indicaba cómo. Tenía los ojos cerrados, las manos frías. Sé que tenía las manos frías porque en una de las visitas me tomé el atrevimiento de rozar su mano con la mía. Con ese susurro al tacto entendí por qué no querían que subiera a verla. Porque tenían miedo de que esa imagen tétrica empañara dos décadas de recuerdos. Imposible; cómo una infancia luminosa se podría desmoronar frente a una cama de hospital. Entonces la miré, la miré por lo que creo que fueron horas, la miré hasta llenarme los ojos de ella. Me fui, pero no la dejé ir. Quizás a partir de ahora todos los 19 de febrero sean grises. Pero cuánto sol hubo en los febreros llenos de su amor.