amalgama




El lunes amanezco realizada. Con la mente positiva, con música gritona. Nada me puede desmotivar; no importa qué pasó sino qué va a pasar. El martes comienzo a recordar detalles: alguna esquina, alguna frase, algún abrazo. Y todo cae lentamente. Mi fuerza de voluntad, mi capacidad de sobreponerme. El miércoles me hundo en el pozo de la mitad de la semana. Estiro las manos desesperada por salir, desesperada por sentir tu roce; por sentir que estás, aunque lejos. Todo tiene tu nombre, todo tiene tu voz. Y como no aprendí a silenciar la mente, cada miércoles es un montón de hormiguitas caminando por mi mente, recordándome los dóndes y los cuándos que viví contigo. El jueves me desespero por resurgir. Intento contextualizar mis dolores en un tiempo y en un espacio para ablandarlos y, en el mejor de los casos, lograr que se apaguen. No lo logro. Me siento a recordar la mayor cantidad posible de detalles, para que ninguno me tome por sorpresa o me desmorone de imprevisto. Entonces los jueves se llenan de neblina. El viernes es una patada al orgullo. Siento tu partida como un fracaso personal, evalúo mi desempeño buscando encontrar errores que justifiquen la ausencia y subsanen las mil quinientas dudas de mi cerebro. Le tengo más miedo al futuro incierto que ganas de volver a ese pasado de comodidad. Me envuelvo en el concepto de confort, pero espío el mundo exterior para saber de qué me pierdo. El sábado me lleno de una vitalidad poderosa pero barata. Me lleno de música brillante, de luces que aturden. De una autonomía liberadora que me enseña que no todo está gris, no todo está dolor. El domingo me abrazo al conformismo de no poder hacer nada para solucionar mi tristeza, me abrazo a pensar que simplemente te fuiste de mí sin importar por qué. 

  Esta amalgama emocional pierde potencia, se va cubriendo de neutralidad. Quizás mañana viva tanas cosas que convertirán a este momento en una simple anécdota. Pero es con veintiún años que puedo levantar la mirada y aprender a convivir con mi primer corazón roto.