derrape



     El alma volátil disfruta de muchas primeras sonrisas, pero todas terminan hundidas en un viejo y conocido dolor. La cautela de volar sabiendo que vas a derrapar. La adrenalina de seguir volando, anhelando un destino sin cicatrices, o aprender cómo planear. Cada reencuentro con el dolor es más simple y fraterno que el anterior. Nos conocemos, nos abrazamos, pero cada vez nos despedimos con mayor rapidez. Quizás es porque sabemos, aunque nunca se haya dicho en voz alta, que volveremos a sentirnos.
   Cada derrape despierta una ira fugaz, un reproche a la falta de amor propio, un chasquido resignado. Y, después, la vida. Las caídas se repiten pero nunca deshonran al dolor. Se repiten por la costumbre de creer que todo está bien mientras solo exista un alma gasta. Por estirar los dedos, intentando alcanzar la utopía de caer con gracia. Por la constante necesidad, casi adictiva, de buscar vuelos que muestren nuevos ojos, nuevos soles.
   Aunque siempre sepas que vas a caer.