la demencia del no sé


Prefiero el rechazo que deshilacha las venas de dolor que la incertidumbre del tal vez que se evapora sigiloso en la noche. Siempre lo tuve claro. El quiebre llegó cuando entendí que ninguna de las dos cosas dependía de mí. Y qué sano y qué insano y qué neutral. Qué heroico y qué cobarde saberse sujeta a los términos y condiciones ajenos, conociendo a la perfección esta suerte de cárcel de la que no sé cómo salir. Qué privilegio y qué castigo esta hiperconciencia que me obliga a saberme sufrida sin darme las herramientas para saberme liberada; qué delirio racional este viaje a trescientos kilómetros por hora, sin frenos, con choques mortales cada quince minutos para mi mente, para mi alma. Qué grito silencioso, qué luz oscura, qué eterna mortalidad. Que cada paso sean siete en mi cerebro, que cada día sean ocho semanas de qué pasaría si. Que cada alegría esconda diez miserias con escalas arbitrarias de qué sería mejor o qué sería peor, sabiendo que ninguna respuesta será un mimo, un alivio, un atisbo de estabilidad. Y qué martillo golpeando mi cabeza el irrefrenable amanecer de más días en los que no voy a descubrir cómo apagar mi mente, o el tiempo, o ambas.