Sabía. Sabía que no querías estar conmigo, que estabas aburrido, harto, frío. Quizás fue la rutina, la monotonía; quizás lo que otrora te fascinó de mí ahora yacía conocido y obsoleto.

Y empecé a saberlo, pero fingía que no lo sabía. Ni siquiera me gustaba pensarlo: imaginarlo significaba ser plenamente consciente de las dimensiones de tu hastío. Estabas distante, apagado, gris. Estabas lejos incluso en los amaneceres más íntimos. Irónicamente, sentí que podía ser parte de la solución, cuando era parte del problema. Creía poder ayudarte a recuperar el sol; era parte de todo aquello que atormentaba a tu cerebro.
Entonces te fuiste. Tomaste coraje y escupiste tres palabras apuradas, que pedían un perdón tembloroso pero se mantenían firmes en su decisión de partir. Y mi primera reacción fue reírme. Reír, como el mayor pesimista al descubrir que sus malos augurios eran reales, tangibles, palpables. Reír como acto reflejo al descubrir que las sospechas eran verídicas, y que el haber querido ocultarlas no había servido de colchón para camuflar el dolor. Pero no reí. Lloré desconsoladamente. Lloré porque entendí que dejarme era tu forma de estar un poco mejor, pero nunca iba a ser la mía. Entendí que estabas mejor sin mí que conmigo, pero yo no lo estaba. Entendí que estaba total y completamente enamorada de un muerto en vida, de un eco efímero del tiempo cálido.
En mis días hubo y habrá más llantos y risas, pero todos cubiertos por un velo de neutralidad. Por ahora, cualquier atisbo de felicidad va a estar empañado por tu partida y por el inconmensurable miedo de que toda bonanza termina derrapando en mi mente, de que toda emoción fallece en este cuerpo plagado de muertes vivas.